A lo mejor la forma de volver a volar sea desandar el camino y borrar las huellas de un tiempo que ya no nos pertenece. Armar las valijas hacia un destino incierto donde las flores, los ojos y el tiempo no sean nada de lo que teníamos y temíamos. Caminar hasta que los rostros y los nombres se nos desfiguren como un cuerpo metido al horno que convulsiona y exhala sus entrañas hasta volverse nada, ceniza más fina que la arena.
Son los restos de una vida cobarde que resultó ajena. Los puños que se hundieron en su vientre con una tinta irreversible consumieron su aliento hasta el último instante, cuando su injerto pervertido vislumbró el final añorado acabándola, de cuerpo y alma, volviéndola nada.
¿Será la sangre que nos intoxica más de lo que nos alimenta? O tal vez el invierno que congela el corazón hasta quebrarlo. Resulta que al final, no hay nada más terrenal que el puto infierno.